martes, 2 de enero de 2018

Insignificantes.

El ser humano. Para unos, un ser casi divino creado a semejanza de un todopoderoso; para otros, una especie más cuya evolución resultó ser un éxito.
Siempre parecemos sobresalir por encima de cualquier tipo de límite impuesto, siempre parecemos deslumbrar. Somos capaces de averiguar el por qué de las cosas, el cómo del cientos de sucesos, incluso qué somos y de qué estamos hechos. No cabe duda de que tenemos un conocimiento bastante extenso sobre ciertos factores; nos auto-situamos entonces en lo alto de la pirámide, en la cima de la montaña. Nos creemos todopoderosos en este pequeño rincón del universo llamado Tierra.

Pero, ¿qué somos en realidad?

Puede que en la Tierra seamos seres deslumbrantes, increíbles, exorbitantes; pero fuera, somos insignificantes. No somos ni tan siquiera una pequeña mota de polvo que flota entre cientos de miles de galaxias. Fuera, todo se escapa de nuestro control. Somos seres vulnerables a disposición de fuerzas mucho mayores que nuestro hambre de conocimiento.
Cientos de astros, de planetas. Kilómetros y kilómetros de silencio, de temores mucho mayores que los de nuestros propios demonios. Visto así, suena incluso cómico que nos situemos en lo alto de una montaña cuya cima se escapa de nuestro campo de visión.

Nuestra sed de conocimiento y poder nos empuja a abrir horizontes, a conocer, investigar, viajar. Y es que cuanto más conocemos, más insignificantes somos; pues nada tenemos que hacer frente al horizonte de sucesos de un agujero negro, ante un asteroide. Y no tenemos por qué salir fuera de nuestro planeta para ser conscientes de esto: nada tenemos que hacer frente a un nacimiento, frente a un huracán, un terremoto, o la mismísima muerte. Nada tenemos que hacer frente a las leyes naturales.

Por ello, el ser humano no es más que un organismo que ha logrado brillar entre otros seres insignificantes, gracias, una vez más, a una fuerza a la que no podemos hacer frente: la naturaleza.